viernes, 30 de junio de 2023

La palabra

Hace unos días reuní parte del valor que me ha faltado durante varios meses para ir al instituto y recoger mis cosas. Solo me traje tres: mi taza de café de Klimt (regalo de mi querida Ana cuando hacía poco que había dejado de ser mi alumna), mi neceser y los dibujos de Among us que me hizo mi hijo Álvaro para que decorara mi taquilla. Abrirla de nuevo fue tirar del calendario y que una imperceptible cortinilla de polvo se tornara el telón de un escenario más que conocido y amado: mis carpetas de fichas de refuerzo, mis archivos de tutoría, los tres o cuatro libros de donde sacaba los textos para las pruebas escritas, la fiambrera polvorienta en la que guardaba el borrador y las tizas, los últimos exámenes que no llegué a corregir, con la impronta de en tinta roja de la persona que me sustituyó... Un escenario girando a toda velocidad sobre el engranaje de otro: la sala de profesores, mi casillero junto a la ventana desde la que casi se ve mi casa y desde donde tanto me gusta contemplar lo que ahora son calles, pero que, cuando era pequeña, eran campos donde corría y jugaba con amigos que con el tiempo se convirtieron además en colegas de profesión. Siempre que miro a través de esa ventana evoco mi sueño de ser docente. Cuántas veces, de niña, hundiendo mis pasos en la hierba que ahora es asfalto, vagaría mirando al frente, soñando con mis clases imaginarias, sin saber que en ese horizonte se acabaría erigiendo el edificio en el que encontraría mi lugar, rodeada de tanta gente capaz de hacerme vibrar, de volverme loca una y otra vez hasta exprimir mi histrionismo, mis nervios y mis recursos, y todo eso para hacerme crecer, aprender, realizarme y madurar. 

Hubo un momento en el que conseguí acomodarme en la sala de profesores. Siempre que estoy con mis compañeros parece que nada ha cambiado. Fluye la conversación entre cajas de folios llenas de exámenes y trabajos realizados durante el curso. Las pantallas devuelven el logo de Séneca, a la espera de los últimos informes. En la pizarra se pueden leer borrosamente las instrucciones de los últimos días. Calendarios, listas, carteles, mapas y formularios ondean en las paredes con cada soplo de aire caliente que entra por las ventanas abiertas...ese guantazo soporífero de últimos de junio que huele inevitablemente a despedida...

Así fue como fui como si casi no fuera y estuve como si no estuviera. Mi presencia física recorrió las estancias y cumplió parte de su cometido, pero la niña interior se resistió a su manera. Sus manos aún se aferran al sueño que un día le nació. Sus ojos aún miran más allá de la era y atraviesan los cristales de un edificio inexistente, el ectoplasma del futuro en el que desarrollará algo tan importante como su vocación. La adulta, sin embargo, salió corriendo como si le ardieran los pies, y no precisamente del asfalto. Huyó para que el sueño no se hundiera, para que la sombra de la enfermedad no terminada de asfixiar lo que ha quedado de su voz maltrecha, para que este cuerpo vapuleado por sus propios sistemas de defensa aún pueda resistir para contar su experiencia. 

Y en esas seguimos, desde el campo de batalla que a la vez es trinchera, niña y adulta acompasan sus voces en el silencio de la noche y su relato comienza a recorrer la pantalla. Hay una medicina que sana todos los males: la palabra.